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Si bien escribí cuatro libros, no me encuadro en el rótulo de escritor. No me considero un dotado en el arte de la escritura. Admiro a aquellos que juegan con las palabras y tienen la capacidad de desarrollar textos iluminados por todos los recursos idiomáticos. Esos escritos que al leerlos nos producen una sensación parecida a la que experimentamos cuando saboreamos un manjar delicioso: ¡queremos más!

Me atrevería a decir que me considero un decidor, un relator de experiencias, simples, prácticas, surgidas de situaciones vividas o de percepciones propias sobre diferentes hechos o realidades.

Tal vez este estilo lo fui adoptando en mi adolescencia, al crecer en una ciudad pequeña ubicada en una región del interior de mi país, donde el campo y sus tradiciones prevalecían sobre el estilo de vida de las grandes ciudades.

Recuerdo cuando era un niño repetir frecuentemente la aventura de escaparme a uno de aquellos típicos almacenes de ramos generales, donde convivía la venta de todo tipo de productos con un bar o casi pulpería, lugar de reunión de paisanos de paso, con andar cansino, pocas palabras, rostros duros y curtidos por el sol.

Sus diálogos eran simples, sentidos, lentos, sin los arabescos y el adorno de las palabras cultas pero con la precisión descriptiva de un cirujano al operar.

Todo estaba fortalecido por la experiencia, lo empírico y las pausas que entre frase y frase le dan al que escucha la capacidad de asimilar. Ese respeto del decir y dar tiempo al otro para expresar su idea, sin ansiedad. Una payada de ideas a capela que disfrutaba absorto desde mi rinconcito de niño sorprendido.

Tal vez ese origen, de muchos silencios y palabras justas, sumado al estudio de filosofías prácticas y naturalistas, me dio una identificación con un estilo: expresar mis relatos y percepciones acompañados del respaldo de la experiencia y lo concreto.

Julio Cortázar, que era un mago en el uso de las palabras, nos dejó un texto referido a ellas que me impresiona cada vez que lo leo: Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad. En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo que fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las oímos caer como piedras opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje, o a percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas como monedas gastadas, a perderlas cada vez más como signos vivos y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados.

¡Hasta la próxima semana!