Disfruté mucho de mi adolescencia. Pasé esa etapa, tan especial en la vida de todos, en una ciudad pequeña del sur de la provincia de Santa Fe. Fueron años de deporte, de largos paseos en bicicleta, de travesuras, desafíos y bromas.

Un día, andando con mis amigos por un camino de tierra que no usábamos habitualmente, descubrimos un rancho escondido entre una arboleda que le otorgaba un cierto aire de misterio. Con ligero temor decidimos acercarnos para investigar y de golpe se nos apareció un personaje extraño: Don Nicanor. Se trataba de un anciano, de muchos años, pero del cual nunca supimos la edad. Andar cansino, piernas curvas, vestido a la usanza de los gauchos, con la típica bombacha y alpargatas. Nos atemorizó su rostro, surcado de arrugas profundas que realzaban sus típicos rasgos indígenas y con una mirada profunda cargada de severidad.

Nunca olvidaré ese encuentro y sus primeras palabras, dichas pausadamente y en tono grave. ¿Qué busca la muchachada por acá?, disparó Don Nicanor mientras nos miraba con fijeza y cierta sonrisa burlona, consciente de nuestro susto.

Estamos paseando, respondimos rápidamente. Somos del pueblo y creíamos que aquí no vivía nadie, completamos.

Instantáneamente Don Nicanor cambió el semblante, nos dijo que él vivía en el lugar, que estaba solo y que si queríamos podíamos compartir unos mates con él.

Intercambiamos miradas y accedimos a la invitación temiendo que rechazarla fuera una ofensa para ese hombre que, si bien nos inquietaba, también nos despertaba una gran curiosidad. Esta fue la primera de muchas visitas a Don Nicanor, al cual fuimos conociendo y con quien establecimos una especie de convenio tácito: le llevábamos alimentos y a cambio nos brindaba algunas historias que nos encantaba escuchar. Así, supimos que Don Nicanor era descendiente directo de querandíes y su profesión era la de domador, especialmente de aquellos potros que no se sometían a la doma convencional. De acuerdo con sus propias palabras, los blancos no sabían tratar con los caballos; en cambio, lo que él hacía era establecer una relación de confianza y respeto mutuo, sin violencia, con constancia, para ir sacándole las cosquillas al animal.

Esta historia actualmente la utilizo para comparar la relación que debemos establecer con nuestro complejo psico-mental. La mente es dispersa y funciona todo el tiempo de manera anárquica, sin obedecernos. Para comprobarlo, probemos a cerrar los ojos un instante y tratemos de no pensar en nada. No será posible lograrlo sin entrenamiento previo. Por el contrario, la vorágine de ideas, imágenes y pensamientos se acelerará de inmediato, en una clara demostración de rebeldía.

La mente desea dispersarse, dejarse llevar por los miles de estímulos que le llegan por vía sensorial, como un potro al galope, lo que aumenta nuestras incertezas y las probabilidades de cometer errores al tomar decisiones.

¿Qué podemos hacer para mejorar en este sentido? Poner en práctica los consejos de Don Nicanor y establecer una relación diferente con nuestra mente, que nos permita tomar las riendas. El primer ejercicio será tratar de concentrarnos en una sola de las dispersiones (una imagen, un sonido, una idea, un aroma, etc.) hasta fortalecerla tanto, que las otras dispersiones existentes dejen de tener protagonismo.

El desarrollo de la concentración nos permitirá entre otras cosas ahorrar tiempo, cometer menos errores, ser más certeros, y será la primera etapa para alcanzar otros estados de conciencia de gran utilidad. Pero eso será tema para la semana próxima.