Foto por Ben White

Imaginemos que un amigo y yo estamos sentados frente a nuestra morada, una agradable caverna en tiempos de homo sapiens en plena era paleolítica. Tal vez seríamos Neandertal, Cromañón o alguna otra variedad de homo, en franco proceso evolutivo.

Imprevistamente aparece un tigre dientes de sable buscando su almuerzo, y nos observa como quien hojea la carta en un selecto restaurant.

Mi amigo, de reflejos más instintivos, no piensa, intuye qué es lo mejor y corre rápidamente en busca de un lugar para guarecerse.

Yo, más introspectivo y reflexivo, analizo las posibilidades, barajo opciones considerando antecedentes y el relato de otros que actuaron en situaciones parecidas. Sin duda, mis cavilaciones le habrían permitido al gran felino devorarme. Eran tiempos de actuar rápidamente.

Sabemos que pensar requiere tiempo y un gran consumo de energía. Nuestros antepasados, durante millones de años, pensaron poco. Eran mamíferos en evolución que enfrentaban los obstáculos con el instinto de supervivencia y una gran herramienta: la intuición. Cada experiencia de esos anónimos predecesores fue una verdadera escuela de aprendizaje empírico que nutrió el inconsciente colectivo.

Nadie olvida cómo se anda en bicicleta, a pesar de haber aprendido de niño y no haber vuelto a utilizar ese vehículo en décadas. Nadie olvida mantenerse a flote en una piscina si aprendió a nadar de niño o de joven. Sin embargo, lo aprendido en los años de escuela está olvidado, con excepción de aquello que seguimos utilizando activamente en forma práctica.

En la velocidad actual, los humanos tenemos que enfrentar constantemente circunstancias no previstas. Cada vez más debemos apelar a nuestra intuición, para no ser influenciados en la toma de decisiones por el efecto que produce el flujo acelerado de información. Información sobre hechos, que estimula la generación de nuevos hechos. Ciclos circulares que se retroalimentan. A la par de esta situación, somos sorprendidos por situaciones no previstas: los llamados cisnes negros, ante los cuales debemos actuar como mi amigo imaginario ante el ataque del tigre dientes de sable. Existe una gran incapacidad para predecir los hechos y la humanidad se ve sorprendida por ellos en forma frecuente.

Enorme cantidad de analistas del pasado se presentan como expertos, apabullándonos con complejas tablas de análisis. Debaten durante horas en programas periodísticos, donde importan más los egos personales y las impactantes corbatas que la toma de decisiones reales. Y así, entre interminables coloquios de auto-titulados expertos, agotamos la mente, saturamos el intelecto y olvidamos recurrir a una capacidad que el ser humano tiene adormecida, por el escaso uso.

En la actualidad, es una de las más efectivas herramientas en la veloz toma de decisiones: la intuición.

Todos tenemos flashes de intuición, pero es necesario extender ese insight, que es muy breve. Y esto solo es posible por medio del entrenamiento disciplinado.

Para ello sugiero: 1- entrenar técnicas para reducir la inestabilidad de los pensamientos; 2- prestar atención a los frecuentes flashes de intuición, ser conscientes de ellos y permitir que se fortalezcan. Este proceso es de gran utilidad en nuestra vida diaria, especialmente para la toma de decisiones. Así estaremos más preparados para adaptarnos a los cambios y a la probable aparición de cisnes negros.

Se le atribuye a Albert Einstein esta síntesis: “La mente intuitiva es un regalo sagrado y la mente racional es un fiel sirviente. Hemos creado una sociedad que rinde honores al sirviente y ha olvidado al regalo.”

Hasta la próxima semana.