Finalizada una extensa jornada de trabajo decidí distraer mi mente frente al televisor. Sin proponérmelo llegué a un canal de antiguas películas en el cual estaban proyectando Los diez Mandamientos, con la actuación de Charlton Heston como Moisés.

En un momento dado, el profeta asciende a la montaña para hablar con Dios. Lleva una corta barba de color castaño y la cabeza cubierta con una especie de capucha, que le oculta totalmente el cabello.

Después, cuando regresa con su pueblo habiendo recibido los mandamientos, se lo ve viejo y cansado. La barba ha crecido, ahora es larga y de un color grisáceo. La capucha que cubría la cabeza ya no está. En su lugar se observa una frondosa cabellera canosa que le cae sobre las orejas, enmarcando el rostro como si se hubiera caracterizado del Dios representado en la Capilla Sixtina por Miguel Ángel. Su aspecto hace pensar que en el viaje pudo acceder a algún estilista que lavó, peinó y colocó en el secador la exuberante melena del profeta. Ahora es la imagen de un importante patriarca, bien asesorado por un consultor de imagen.

Esta impresión del espectador es reforzada por Séfora, su esposa ⎼papel a cargo de Yvonne de Carlo⎼ que lo recibe con amor en sus ojos y la frase: “Moisés, ese cabello…”

En los primeros minutos, todo esto, enmarcado en una estética muy particular, me causó gracia; sin embargo, me proporcionó un insight (tal vez ayudado por la somnolencia) donde ratifiqué la importancia simbólica del cabello. A partir de que el profeta recibió el mandato bíblico, el cine entendió que su imagen debería estar acorde a la importancia adquirida.

Nuestra respuesta cultural a esta parte del cuerpo tan visible y que está a nuestro alcance modificar con facilidad, está arraigada entre el pensamiento primitivo asociado a cuestiones mágicas, simbolismos diversos y significados variados, relacionándolo a la casta social y las épocas.

La mente, que siempre busca asignar sentidos simbólicos a las cosas, dispara mensajes no conscientes que influyen velozmente en las conductas que, de manera refleja, nos hace aceptar o rechazar. Estudios realizados sobre la comunicación nos indican que solamente el 7 % de lo percibido en un primer contacto corresponde al contenido de lo que decimos y el resto se distribuye en sensaciones y mensajes más o menos sutiles. Los consejeros de Oratoria y Comunicación aseguran que más que el contenido de nuestra alocución, los asistentes recordarán cómo los hicimos sentir.

Por ello surgieron las normas de ceremonial y protocolo, para allanar el camino de la comunicación, principalmente entre representantes de culturas diferentes.

Es habitual que la sola mención de la palabra protocolo nos conecte con algo pasado de moda, acartonado y frívolo; sin embargo, se trata de herramientas de utilidad para que la comunicación fluya más fácilmente. La recordada Profesora Eugenia de Chikoff, con quien tuve el privilegio de hacer cursos de Conducta Social, nos repetía: “debemos recordar que todo acto comunica”.

Es inteligente tener en cuenta todos los recursos posibles para favorecer las relaciones humanas y la buena comunicación.

Hasta la próxima semana.