Sabemos que es necesario delegar responsabilidades cuando conducimos grupos de trabajo. Todo líder debe dar valor y experiencia a los que conduce, asignándoles responsabilidades y, además, ejerciendo la docencia constante para que sus liderados crezcan y el conocimiento esté en el grupo y no exclusivamente en algunos integrantes.

Compartir responsabilidades integra, hace bien al grupo y a los individuos, fortalece los vínculos y permite compartir logros y errores.

También es verdad que muchas veces se produce la sensación de que delegar es más trabajoso y, efectivamente, al comienzo suele serlo. La ventaja es que con este ejercicio se irá construyendo un grupo que llegará a ser más autónomo, más fuerte y más ágil al momento de ejecutar tareas o tomar decisiones. Y no es ninguna novedad que la unión hace la fuerza.

Sin embargo, uno de los problemas que observo en algunos líderes es que, después de delegar una tarea, se desentienden del proceso. Esta es una actitud equivocada, porque muchas veces quien recibe la nueva responsabilidad no está debidamente preparado para ejercerla con éxito y, por temor o vergüenza, acepta sin saber cómo actuar. Así se producen fallas, reclamos posteriores, y lo más nocivo: un estado de estrés que impregna al grupo.

En forma redundante recomiendo que siempre, siempre y siempre, el líder que delega una tarea o responsabilidad explique y enseñe más de una vez y, además, acompañe el proceso de cerca para verificar que se realice de manera adecuada. Cuando se alcancen buenos resultados, habrá que felicitar y otorgar el mérito al responsable, con generosidad.

Recordemos que delegar no es considerar que todo se hará bien. Por el contrario, es compartir una responsabilidad y compartir también el conocimiento y la experiencia. Asimismo, estar presente, sin anular al otro, pero disponibles para cuando haga falta.

Este mecanismo lo aprendí hace varias décadas, cuando por razones laborales viví unos años en la hermosa provincia de Misiones. Allí me sumé a un grupo de personas con la intención de ayudar a una comunidad guaraní que estaba en una situación extrema de pobreza y marginación. Entre muchas cosas que aprendí con ellos, observé cómo educaban a sus hijos pequeños. Me llamaba la atención que, cuando los niños jugaban en el río con frágiles canoas o utilizaban machetes, en lugar de correr desesperados hacia ellos asustándolos al grito de “salgan de allí” o “cuidado, se van a lastimar”, los hombres de la tribu me tranquilizaban con una sonrisa y me decían con expresión segura “los estamos cuidando” o “no es necesario transmitirles el miedo y asustarlos” o “estamos mirando, hay que dejar que aprendan por la experiencia y, si es necesario, los ayudaremos”.

Esta manera de educar a los niños, sin transferirles miedos propios ni interferir exageradamente, pero siempre atentos y próximos, fue muy positiva para mí, que en esa etapa de mi vida estaba dedicado a educar a mis hijos pequeños. Me fue muy útil también aplicarla como sistema al liderar grupos de trabajo, y la recomiendo por sus excelentes resultados.

Siempre recuerdo con cariño aquellos años de convivencia con los amigos de la comunidad guaraní Fortín Mbororé, en la región de Puerto Iguazú. Me conectaron de manera simple y profunda con una sabiduría práctica, naturalista y valiosa, que lamentablemente se va perdiendo.

¡Hasta la próxima semana!