María Mitchell, la primera astrónoma académica de los EEUU, escribía: “No mires las estrellas únicamente como puntos brillantes. Trata de absorber la inmensidad del universo”.
Saint-Exuperí en su inolvidable libro El Principito, nos decía “solo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible a los ojos”
Podría seguir citando frases o pensamientos que expresan una necesidad humana de conectar con una forma de vida más integrada a una existencia de la cual somos parte y que dejamos de percibir.
Una manera que trascienda nuestra individualidad y nos permita estar en sintonía con algo más grande que uno. Una actitud que le dará mayor sentido a nuestras vidas.
Esta conexión nos enriquece, amplía nuestra perspectiva sobre el mundo y sus fenómenos, y nos hace sentir más completos. Por el contrario, cuando salimos de esa sensación de unión, perdemos el eje, desperdiciamos energía, nos desenfocamos y en consecuencia equivocamos el rumbo. Como consecuencia tenemos menos certezas y crece una sensación de vacío existencial, que no siempre conseguimos explicar racionalmente.
Para compensar la angustia que suele acompañar este proceso, la humanidad corre detrás de pequeños logros, cuyo tiempo de disfrute es finito. Finalizada esa sensación de efímera felicidad, comienza todo otra vez y se va instalando un bucle que se actualiza y realimenta constantemente, cambiando el objeto de deseo de manera interminable. Una especie de sensación de vivir viviendo.
Mircea Eliade en su libro Lo sagrado y lo profano, nos ayuda a comprender la gran diferencia entre la forma de estar en el mundo de los integrantes de las sociedades arcaicas y las comunidades occidentales y modernas. El autor nos habla de lo sagrado y lo profano, constituyendo dos situaciones existenciales asumidas por el ser humano a lo largo de su historia y utiliza la palabra hierofanía para denominar el acto de esa manifestación de lo sagrado en lo cotidiano, en la realidad profana.
Esta actitud ante la existencia, no debe ser tomada como un proceso religioso, dado que estamos hablando de sociedades anteriores a las religiones institucionalizadas. Sociedades que convivían con la naturaleza, aprendían de ella y la respetaban porque también dependían de todo lo que les proporcionaba. Para este ser humano -primitivo- un objeto cualquiera como una piedra o un árbol o todo lo que formaba parte de sus funciones vitales (alimentos, sexualidad, trabajo, etc.), se podía transmutar a una condición de carácter sagrado, a pesar de seguir siendo árbol o piedra. La naturaleza o el cosmos en su totalidad podía convertirse en hierofanía.
Hace muchos años, pude comprender el significado de hierofanía, al escuchar una charla que dio el cacique de la comunidad guaraní Fortín Mbororé, en las cercanías de Puerto Iguazú, provincia de Misiones. Era una conmemoración interna de la comunidad, relacionada al día de la tierra y a la que tuve el privilegio de poder asistir, por integrar un grupo que colaboraba con ellos. Escuchar a Don Antonio, así se llamaba el anciano cacique, hablar de la tierra y su valor para su comunidad con un lenguaje simple, pero desde un sentir verdadero y profundo, trascendía el leguaje verbal y me permitió comprender lo que es estar verdaderamente integrado a la Naturaleza. Nunca lo olvidaré.
Debemos reaprender a vivir con lo que está vivo. Volver a sentir el mundo que habitamos, a percibirlo desde el corazón y conectarnos con lo esencial.
Hasta la próxima
Edgardo.
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