En la actualidad las personas están en un franco proceso de expresividad y deseos de liberación. Se trata de una búsqueda individual de autoconocimiento y desde allí el intento de poder ser, de acuerdo con su manera de entender la vida.
Desde este despliegue de libertades individuales la sociedad se va desenvolviendo. Avanza en ondas tratando de liberarse de ataduras que condicionaron su comportamiento durante milenios. Siglos de sufrimiento y represión que, entre otras consecuencias, dificultaron el desarrollo de talentos, capacidades y expresiones creativas.
A pesar de las fricciones que estos procesos generan, siempre serán positivos, dado que mueven estructuras pesadas y condicionamientos que llevan a interpretar, juzgar y actuar mediante automatismos. Sobran ejemplos de injusticias en la historia de la humanidad.
Esta actitud de revisión y cambios de paradigmas individuales, se extiende a todos los ámbitos sociales, generando ajustes y revisiones de actitudes en asociaciones, corporaciones e incluso familias.
El ser humano es un ser libre por naturaleza, que necesita sentir que lo está, y a pesar de esa necesidad se encarcela a sí mismo, aceptando convenciones que lo conducen a vivir una vida que no es exactamente elegida y si aceptada. Tengo el optimismo de ver como grupos de jóvenes no están en un proceso de rebeldía sin objetivo. Es algo más auténtico y profundo, un ser y estar en armonía con la sociedad, con civilidad y buenas relaciones humanas, eligiendo la libertad de manifestarse conforme a sus sensibilidad y elección. Un verdadero cambio.
Simone de Beauvoir decía que: desearía que cada vida humana fuese una pura libertad transparente. Una inteligente expresión que nos hace reflexionar sobre elegir la vida que deseamos, construirla y ser coherentes con nuestras elecciones.
Cuando era niño, en un paseo por el campo encontré una pequeña lechuza herida. La llevé a casa, desinfecté su herida y con el deseo de protegerla la coloqué en una jaula. A pesar de alimentarla y ver que su herida mejoraba, se percibía que estaba muy desanimada.
Con mi padre, consultamos a un conocido veterinario de la zona. Después de contarle lo que ocurría, con ese estilo típico de la gente de campo, sonrió y me dijo con aire de seguridad y parsimonia en sus palabras: el problema no es la herida, es la jaula. Las lechuzas mueren de tristeza en cautiverio.
Regresé, la liberé en el jardín y me despedí de mi amiguita emplumada sabiendo que ya no la vería más. En un par de días había partido. A pesar de la tristeza me sentí feliz. Desde entonces incorporé el deseo de encontrar en el autoconocimiento la libertad necesaria para ser feliz y contribuir en la de los que me rodean.
Hasta la próxima semana.
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