Hace unos días conversaba con un joven especialista en marketing y comunicación. Algunas cosas surgidas en la conversación me llevaron a entender que a pesar de los millones de dólares que se invierten en publicidad, la decisión al momento de comprar un servicio o producto es más un fenómeno social y emocional que publicitario.

Conscientes de este fenómeno, las marcas intentan transformarse en movimientos, en corrientes de identificación con valores o actitudes. Esto ha pasado a ser más importante que publicitar el producto y sus beneficios particulares.

También es consecuencia de que los productos de un determinado tipo son muy parecidos entre sí. Tomemos como ejemplo los teléfonos celulares o los autos. Los modelos y las prestaciones son tan similares que podemos confundirlos. Lo que prevalece son las tribus que, por una u otra causa (no siempre explicable), se enamoran de una u otra tendencia, y por ello se utiliza la mayor creatividad posible para generar ese sentido de pertenencia. El teléfono ya no se vende por sus atributos técnicos sino por cuestiones más subjetivas, que pueden significar status, estilo de vida, modernidad, etc.

Hasta aquí, no estoy planteando nada novedoso. Lo que comienza a definirse y resulta interesante para mí es que, paralelamente, crece una especie de contracorriente de personas que no rechazan el consumo y el confort, no son antisistema, pero eligen con más independencia, como una forma de defender su autonomía y libertad personal. Una actitud que se utiliza como vacuna preventiva contra la saturación producida por la manipulación y la información tendenciosa.

Apliquemos la lógica: pocas personas elegirían un médico u odontólogo por publicidad en Internet o por un anuncio en una revista; la gran mayoría lo hace por recomendación de un amigo o familiar que ya ha probado el servicio que brinda ese profesional. Son personas que basan sus decisiones en las experiencias que les brindan sus allegados. Filtran la información y consumen lo que está previamente validado por opiniones confiables.

Siempre el rumor existió, y siempre hubo hábiles generadores de rumores. Ya en 1998 la Revista Newsweek definía el rumor como un comentario infeccioso: un estado de asombro de la gente, sobre una persona o cosa atractiva.

Hoy todo el mundo está interconectado, el rumor viaja velozmente por redes de
comunicación. Más de 7.000.000.000 de personas reciben y redistribuyen información. El mundo se ha transformado en nuestro barrio.
Los influencers se han profesionalizado y actúan utilizando el poder de credibilidad que les brinda su fama, formación académica o éxito alcanzado. Son activos nodos generadores de tendencia. Los políticos se banalizan al punto de lo ridículo, porque pareciera que lo más valioso es ser caras populares.

Sea de la forma que sea, estamos a merced de estrategias y tácticas que constantemente buscan inducirnos y hacernos creer que tomamos decisiones propias al instalar una idea, una necesidad y un condicionamiento.

No es mi área el marketing ni las redes sociales, pero sí me importa el hombre, el
autoconocimiento y cómo avanzar hacia la libertad que de ello emerge.
¿Qué podemos hacer para tener mayores certezas y ser menos vulnerables ante este constante bombardeo de información tendenciosa y poco verdadera? En primer lugar, fortalecernos física, emocional y mentalmente. Con esa base estructural tendremos la energía, la fuerza vital y la autoestima necesarias para ser librepensadores. Así como seleccionamos nuestros alimentos para no intoxicarnos, debemos hacer lo mismo con lo que leemos, escuchamos y las personas con las que nos vinculamos.

Saber es más importante que creer y, como no nacemos sabiendo, todo requiere constante entrenamiento, aprendizaje y experiencia. Es más valiosa nuestra propia experiencia que confiar en ensayadas disertaciones de quienes afirman tener todas las respuestas.
Hasta la próxima.