Autor: edgardo (Página 23 de 29)

Sabiduría intuicional

 concentrado

¿Alguna vez pensaste en la posibilidad de tener más conocimiento sobre algún tema, sin recurrir a la intelectualidad o incluso sin efectuar una prueba previa sobre algo?

Por ejemplo: imaginemos que alguien te propone hacer una torta de cumpleaños utilizando como principales ingredientes hígado de pollo, cebolla cruda y abundante crema chantillí. ¿Avanzarías en la elaboración o desecharías rápidamente la idea? Seguramente tomarías la segunda opción, sin necesidad de experimentarlo.

Esto evidencia que alguna capacidad intuitiva nos dice que la combinación de esos ingredientes no nos permitirá obtener un buen resultado.

En un caso así, sabemos sin necesidad de experimentar previamente. ¿Cómo funciona este fenómeno?

La ciencia nos explica que nuestra especie ha logrado desarrollar en el cerebro una corteza prefrontal que le permite al homo sapiens, desde hace miles de años, utilizar una especie de simulador o capacidad predictiva.

Así como existen simuladores de vuelo, poseemos un simulador de experiencias. Es una adaptación muy especial que en apariencia se habría desarrollado en los humanos en forma más importante que en otras especies. Una adaptación tan valiosa como el pulgar oponible, el bipedismo o el lenguaje.

Ocurre que ya sabemos que esos ingredientes no nos servirán para elaborar la torta esperada por todos. Sin embargo nunca experimentamos esa mezcla. Es simple: nuestro simulador se activa intuitivamente tomando conocimientos que se fueron transmitiendo de generación en generación. Ese saber acumulado puede ser de gran utilidad si logramos acceder a él y traerlo a la esfera consciente.

Existen herramientas que permiten acceder a ese estado de conciencia que amplía nuestra sabiduría y nos facilita la vida, llevándonos a un estado de autoconocimiento.

La principal de ellas se llama meditación. Tiene más de 5000 años de antigüedad y miles de seres humanos la experimentaron. Eso certifica su valor.

Hasta la próxima semana.

 

 

 

 

La comunicación que desconecta.

desconectado

Desde hace tiempo escucho y leo en distintas fuentes informativas que estamos en la llamada Era de la Comunicación. La tecnología nos ha brindado la posibilidad de estar on line con todo el planeta mediante redes a las que accedemos con un simple smartphone o “teléfono inteligente”, las 24 horas del día.

Para mí, que viajo a distintas ciudades y países en forma constante, esta facilidad de conexión es de una gran ayuda. Puedo conversar con nuestras familias y personas queridas por medio de audio e imágenes en tiempo real y acceder a una enorme gama de posibilidades en lo laboral y profesional.

Sin embargo, en forma paralela a estos avances, observo que esa creciente conectividad no contribuye a entendernos mejor. La dispersión que genera la exagerada y constante atención a tantos estímulos produce un gasto de energía que nos resta capacidad para concentrarnos y comunicarnos de verdad con el otro.

En antiguas filosofías y tradiciones se entendía que para comprender había que tratar de “ser el otro”, estimular la capacidad de descubrir cómo sentía aquel con quien tratábamos de comunicarnos. Percibir una constelación de micro-señales que espontáneamente emiten y reciben los que dialogan sobre un tema determinado.

Existe una corriente energética, una vibración entre ambos, hormonas que se activan, aromas que se perciben, diferentes aspectos sutiles que nos indican el grado de emocionalidad del otro. Detalles que enriquecen, amplían y sinceran la comunicación cuando estamos frente a frente.

El neurocientista Uri Hasson nos explica en una disertación TED que en el diálogo se establece una conexión neuronal. Un grupo de investigadores observaron que, ante una misma historia, los que la escuchaban tenían similares reacciones en sus cerebros. Una especie de armonía se generaba en la actividad mental ante el relato. La explicación es una alineación de los cerebros como consecuencia de las palabras, del tono de voz, de la manera de expresarse, del contenido y de otras variables sumamente sutiles. La investigación nos demuestra que uno solo de estos elementos fragmenta la comprensión, y en cambio la suma de los aspectos que intervienen en el diálogo personal favorece el entendimiento.

Tenemos que recuperar el arte de la comunicación personal. Hacerlo desde el placer y el deseo de estar vinculado a otro ser humano. Recordemos que los otros también nos definen y que aprendemos a través de cada vínculo.

Según mis observaciones en empresas y diversos grupos, la comunicación es uno de los aspectos más importantes sobre los cuales se debe trabajar para mejorar. Comunicarse por teléfono o computadora no da los mismos resultados que mantener un diálogo personal. Es al estar frente a frente cuando se establece una conexión profunda y fértil para pensar y sentir con la cabeza del otro, en forma coincidente con lo que nos dice la filosofía y ahora la ciencia. Si estamos en la Era de la Comunicación, no olvidemos el diálogo, el café con amigos, la cena sin prisa. Sumemos todas las posibilidades para poder entendernos más y obtener mejores resultados. En mi experiencia personal, para resolver alguna situación, prefiero siempre preparar una buena comida y mantener un diálogo en el cual se involucren todos los sentidos y podamos mirarnos a los ojos.

Hasta la próxima…

 

 

 

 

 

Somos lo que hacemos

 

avaro

Hay una frase atribuida a J. W. Goethe que me resulta sumamente inspiradora. El poeta, novelista y dramaturgo alemán que ejerció una fuerte influencia en el Romanticismo señalaba que “hay que aprender a hacer las cosas más pequeñas de la manera más grande”.

Esta frase nos indica varias cosas interesantes. En primer lugar, que no es tan relevante el nivel de la tarea, ya que todas las cosas que hacemos pueden ser muy importantes, y eso depende de nuestro grado de compromiso.

En muchos casos, las tareas de gran magnitud son la suma de cosas pequeñas, que no siempre son observadas y atendidas debidamente. De esa constelación de detalles dependerá en la mayoría de los casos la calidad de lo realizado.

También, hacer las pequeñas cosas con ganas y plena dedicación nos sirve como ejercicio para aprender y superarnos. Todo debe realizarse con entusiasmo, sin importar de qué se trate. Esta actitud genera una energía positiva que crece y nos empuja a seguir avanzando.

Considero que el trabajo ennoblece; no importa cuál sea la tarea, lo más importante es hacer las cosas por el valor que asignamos a lo que estamos construyendo, y no exclusivamente por el resultado económico. Esta actitud engrandece la tarea y a quien la realiza.

Además, lo que define el valor de lo que se hace, es uno mismo. En mi caso, la principal ocupación —entre muchas— es la de enseñar. Y esa importancia se la asigno porque es lo que me produce más placer y felicidad.

Disfruto principalmente al ver a los que están en el proceso de aprender, cuando aplican en su vida cotidiana lo nuevo, lo que ahora pasó a integrar su patrimonio de saberes. Eso da sentido a mis días y compensa todos los esfuerzos.

Por experiencia puedo afirmar que escoger un trabajo guiado únicamente por la ambición económica es un gran error, de hecho, es el camino hacia el fracaso personal. Pasamos a ser esclavos de aquello que tanto nos importa y, como consecuencia, se reduce la libertad y nos transformamos en pobres con dinero.

Al momento de buscar a qué dedicarnos, pensemos cuántas horas por día estaremos haciéndolo, con qué grupo de personas tendremos que convivir, sus valores éticos y profesionales. Y, principalmente, si la tarea nos permitirá crecer como seres humanos.

Siempre se puede. Nos enfrentaremos a dificultades diversas, pero si hay verdaderas ganas y empeño alcanzaremos nuestros objetivos, la autoestima se fortalecerá y vendrá una brisa de aire fresco a nuestra vida.

Empezá hoy mismo a construirlo.

Hasta la próxima.

De palabras y silencios…

 

palabras1

Si bien escribí cuatro libros, no me encuadro en el rótulo de escritor. No me considero un dotado en el arte de la escritura. Admiro a aquellos que juegan con las palabras y tienen la capacidad de desarrollar textos iluminados por todos los recursos idiomáticos. Esos escritos que al leerlos nos producen una sensación parecida a la que experimentamos cuando saboreamos un manjar delicioso: ¡queremos más!

Me atrevería a decir que me considero un decidor, un relator de experiencias, simples, prácticas, surgidas de situaciones vividas o de percepciones propias sobre diferentes hechos o realidades.

Tal vez este estilo lo fui adoptando en mi adolescencia, al crecer en una ciudad pequeña ubicada en una región del interior de mi país, donde el campo y sus tradiciones prevalecían sobre el estilo de vida de las grandes ciudades.

Recuerdo cuando era un niño repetir frecuentemente la aventura de escaparme a uno de aquellos típicos almacenes de ramos generales, donde convivía la venta de todo tipo de productos con un bar o casi pulpería, lugar de reunión de paisanos de paso, con andar cansino, pocas palabras, rostros duros y curtidos por el sol.

Sus diálogos eran simples, sentidos, lentos, sin los arabescos y el adorno de las palabras cultas pero con la precisión descriptiva de un cirujano al operar.

Todo estaba fortalecido por la experiencia, lo empírico y las pausas que entre frase y frase le dan al que escucha la capacidad de asimilar. Ese respeto del decir y dar tiempo al otro para expresar su idea, sin ansiedad. Una payada de ideas a capela que disfrutaba absorto desde mi rinconcito de niño sorprendido.

Tal vez ese origen, de muchos silencios y palabras justas, sumado al estudio de filosofías prácticas y naturalistas, me dio una identificación con un estilo: expresar mis relatos y percepciones acompañados del respaldo de la experiencia y lo concreto.

Julio Cortázar, que era un mago en el uso de las palabras, nos dejó un texto referido a ellas que me impresiona cada vez que lo leo: Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad. En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo que fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las oímos caer como piedras opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje, o a percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas como monedas gastadas, a perderlas cada vez más como signos vivos y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados.

¡Hasta la próxima semana!

Confianza

confianza

Sin lugar a dudas la confianza es uno de los valores más importantes para construir vínculos que perduren en el tiempo.

Si buscamos en el diccionario, encontramos que confianza es la esperanza firme que se tiene de alguien o algo.

Exactamente eso, la esperanza firme de poder creer en el otro, en su coherencia de vida. La necesidad de saber y sentir que la palabra escuchada es garantía de veracidad, y que sostiene el pacto implícito de una honestidad férrea que deseamos que se contagie endémicamente a todos los integrantes de nuestra cultura.

Para enseñar, ya se trate de educadores formales en su tarea en las aulas o padres que transmiten enseñanzas a sus hijos, el vínculo entre el que enseña y el que aprende debe estar dotado de plena confianza. Cuanto mayor sea, más rico será el intercambio entre ambos.

Desde que conocí al profesor DeRose, en el año 1985, nunca lo escuché decir algo que no fuera verdadero. Más de tres décadas de verdades. Eso enalteció su figura ante mis ojos y me hizo incorporar ese valor esencial, porque lo comprendí como una conducta valiosa y una forma de poder. No hablo de un poder con relación al otro, me refiero a un empoderamiento ligado a la seguridad con respecto a uno mismo. Desde entonces, siento que ha crecido mi autoestima y autoridad moral.

Debemos generar una cultura de confianza porque, además de ser un valor esencial en la convivencia y el valor ético, constituye una actitud inteligente que como consecuencia inevitable allana el camino, reduce las dificultades y facilita la obtención de buenos resultados. Es evidente su trascendencia para nuestra capacidad de autorrealización, calidad de vida y felicidad.

Para comprender el valor de estas acciones, tratemos de imaginar que, por alguna causa no explicable, todos los habitantes del planeta no mintieran durante veinticuatro horas. Todos podríamos confiar en el otro, seguros de que nos dice verdades. Cuántas cosas cambiarían de inmediato, y seguramente para bien de todos.

Uno de los primeros efectos que se generarían es un crecimiento de la solidaridad. Tantas veces dejamos de ayudar porque dudamos de la autenticidad de ese pedido, desconfiamos y no extendemos la mano…

Entonces, si sabemos el poder de estas actitudes, ¿por qué no aplicarlas a nuestra vida, contagiar mediante el ejemplo a otros y así generar una epidemia de valores positivos? Tal vez la única epidemia recomendable.

Reeducarnos para ser mejores es una actitud superadora.

¿Lo intentamos?

Hasta la próxima.

 

El elemento agua

 

Kosice

No puedo afirmar si el hombre proviene del agua, si fuimos primates acuáticos como aseguran en sus teorías algunos investigadores de nuestros orígenes. Pero es real que cuando me zambullo en la piscina siento un enorme placer, algo así como estar en casa.

Me conecto con una sutileza especial en ese medio que acepta la forma de mi cuerpo, amoldándose a él y sosteniéndome a flote como si me llevara en sus brazos.

Mientras escribo me aparecen imágenes de niños pequeños disfrutando del agua, flotando con gran facilidad y riendo en ese juego acuático que puede extenderse durante horas y parece no terminar nunca. Los que hemos convivido con niños pequeños comprobamos que cualquier juguete moderno es vencido ante la simple propuesta de colocarlos frente a varios recipientes con agua y darles la libertad de jugar.

Al nadar percibo que el antiquísimo conflicto de diestros o zurdos desaparece. No creamos diferencias entre nuestros miembros, perfectamente equilibrados por la naturaleza. Los brazos y piernas se desempeñan como hélices, con movimientos simétricos y acompasados que impulsan al nadador de manera constante.

Y después de unos minutos en el agua, empiezo a darme cuenta que hay algunas similitudes con nuestro andar por la vida. Debo mirar la línea que está en el fondo de la piscina y seguirla con atención para mantener el rumbo. Si no elijo la meta me pierdo con facilidad, choco con otros nadadores, me golpeo con los andariveles y el andar se dificulta.

Si me muevo de manera consciente, dando brazadas firmes y con ritmo definido logro mayor velocidad y consigo avanzar más y con menos cansancio.

Descubro que la estética del movimiento es muy importante para poder deslizarme. Mi cuerpo corta el agua y logro vencer la resistencia que opone, con elegancia, sin chapotear, salpicar y crear incomodidad en los circunstanciales vecinos.

Cuando el cansancio llega, si no abandono la marcha, me llega una nueva oleada de energía que me permitirá continuar y disfrutar de la auto superación.  El resultado será la conquista de nuevas metas y desafíos.

Como en la vida, mis momentos en el agua son de dos clases: unos van directamente a concluir en una determinada meta a buen ritmo; otros, sin objetivo, haraganes y de puro vagabundeo.

La respiración, bella dama que regula mis sentidos. Es en el agua donde fácilmente percibo que tengo la capacidad de administrarla de manera voluntaria. Y me recrean las burbujas de mi propio aliento. Como decía el célebre Kosice: son las burbujas las que le dan movimiento al agua.

El pensamiento, esa máquina fantástica que se embelesa con tanta facilidad y se entrega a la anarquía, cede a su natural rebeldía y acepta enfocarse a mi pedido en la tarea.

Al final de cuentas, nadar y andar en la vida se asemejan mucho. Recuerdo el pensamiento del escritor DeRose: Deberíamos ser como las aguas de los ríos que tranquilamente contornean los obstáculos.

¡Hasta la semana próxima!

 

 

 

 

Bienvenido cumpleaños

 

feliz cumpleAgosto para mí, es especial. Es el mes en el cual hace 63 años y con la complicidad de mi madre, que por coincidencia también era de agosto, se producía mi nacimiento. La fecha que se estableció en mi historia como el momento para ser festejado.

Sin embargo, estoy preguntándome ahora, que en mi retina y sentidos están presentes las múltiples emociones fragmentadas de los varios festejos ocurridos recientemente, ¿cuántas veces nacemos a lo largo de nuestras vidas? Y atención, que no hay ni un atisbo de misticismo en esta reflexión; por el contrario, es una pregunta nacida desde el más profundo pragmatismo.

Considero que, desde el alumbramiento y durante el transcurso de nuestra existencia, nos vamos construyendo y tomando constantes decisiones que nos llevarán a generar modificaciones fundamentales. Como resultado y en forma constante, aquella persona que abandonó el vientre materno para mudarse al exterior, comparada con la que llega al final del recorrido, en mayor o en menor medida, será siempre otra.

La vida es nuestra escuela y las experiencias, maestras rigurosas. En consecuencia, comenzamos a reaccionar de otra forma ante los mismos hechos y esto es producto de que interpretamos el mundo de otra forma. Como dice Humberto Maturana, no vemos el mundo como es, lo vemos como somos.

A ello se suman las constantes modificaciones que sin pausa se producen en nuestra biología.

En mi caso, cuántas cosas han cambiado desde aquel agosto de 1953: lugar de residencia, aspectos comportamentales, hábitos, relaciones afectivas, profesión, valores, prioridades, deseos y tantas otras que resulta difícil enumerar.

Estos cambios, algunos más conscientes que otros, son importantes por las consecuencias que en forma encadenada producen en el proceso evolutivo de cada uno. Cada cambio, elección, experiencia, cada situación atravesada será generadora de otras y así sucesivamente.

Los griegos lo analizaban desde la paradoja de Teseo, refiriéndose a un barco al cual se le fueron cambiando partes y tratando de comprender si seguiría siendo el mismo barco.

Creo que lo que uno logra, si tiene la intención de hacerlo, es ser más el que verdaderamente desearía ser. Descubrir su propia esencia, conocerse más y así avanzar en autosuficiencia y libertad.

Por ello considero una buena tradición la del festejo de cumpleaños, porque un año es un lapso interesante para revisar en qué punto estamos, qué cosas han ocurrido, qué obtuvimos, cuáles son nuestras metas y qué nos quedó pendiente.

En este día y utilizando la sensibilidad que me despierta cada abrazo, saludo, mensaje, sonrisa y regalo recibidos, estoy revisando mi mochila de acciones y deseos para dar el abrazo que no di, el gracias que no verbalicé, el te amo que no expresé, las disculpas que no pedí, el tiempo que no dediqué, el amigo que no visité o la mirada que no brindé.

Gracias a todos los que me hacen sentir que instalar el deseo de cambiar el mundo comienza por la sencilla pretensión de cambiarnos a nosotros mismos.

¡Lo seguiré intentando cada día!

Hasta la próxima semana.

 

 

 

 

 

 

 

El compromiso de enseñar

maestro y alumno-1

Quienes nos dedicamos a la noble tarea de transmitir conocimiento, especialmente los que enseñamos antiguas filosofías y tradiciones culturales, debemos ser cuidadosos con la información que pasamos a los alumnos.

Desde mi visión, siempre tenemos que estar seguros de la veracidad de los datos. Esto requiere un compromiso de filtrar y chequear informaciones y fuentes con otros estudiosos del tema.

En la actualidad proliferan fuentes de fácil acceso, especialmente en Internet, y eso puede generar la tentación de tomar como válidas informaciones que no lo son y además, en infinidad de casos, son tendenciosas.

Hay que resistirse a la seducción que produce la “novedad”. Si el que enseña es responsable, va a chequear y cotejar esa información con otros colegas que tengan erudición suficiente para discutirla, antes de brindarla a sus alumnos, que por la autoridad cognitiva que reconocen al maestro, tomarán los datos como veraces.

El que está en la posición de enseñar también debe estar atento a administrar su ego, para no caer en la mágica sensación de ser poseedor de información única, que causa sorpresa en los alumnos y muchas veces engorda el ego del profesor quien, en lugar de limitarse a enseñar, se deja seducir por la gloria que produce la fugaz admiración del que aprende.

Digo fugaz, porque esa información que motivó la admiración del alumno y engrandeció al maestro, en un tiempo será la causa de la decepción de ese mismo alumno al saber más y darse cuenta de que ese conocimiento no fue un verdadero aporte a su evolución.

Otra variedad pedagógica que es frecuente observar en las casas de estudio, es el docente que con su mejor intención estudia e investiga, pero que, a la hora de enseñar, cae en el error de no saber dosificar el contenido en porciones que sus alumnos puedan digerir con facilidad. Por experiencia, todos sabemos que si comemos en forma exagerada no estaremos más nutridos sino más proclives a una indigestión. Lo mismo ocurre con el intelecto.

Enseñar es un acto de extrema responsabilidad y amor para con nuestros maestros y alumnos. Responsabilidad al transmitir verdades comprobadas, sin alterar los contenidos, compartiendo píldoras de saber cuidadosamente elaboradas, y en dosis tolerables.

Los que amamos antiguas tradiciones observamos que ese conocimiento llegó hasta nosotros por medio de personas dedicadas a la noble tarea del magisterio, que aplicaron a su didáctica dos valores: fidelidad y lealtad.

Fidelidad para no alterar la sustancia de lo que enseñamos, y lealtad a la escuela, al que nos enseñó y a nuestra propia conciencia, cuidando a nuestros alumnos con cada palabra, gesto y actitud.

Hasta la próxima semana.

Nuestras Olimpíadas de cada día

 

olimpiadas

En estos días estamos atravesados por la pasión deportiva que contagian los Juegos Olímpicos. Durante años los atletas que compiten han entrenado incalculables horas para conquistar un lugar entre los mejores del mundo.

Los televisores en todo el planeta reproducen de manera incansable las imágenes de las competencias deportivas. Son cientos de atletas en movimiento que muestran sus habilidades frente a millones de personas estáticas que se emocionan hasta las lágrimas.

La emoción se exacerba y adquiere un sentido patriótico. El atleta con los colores de la bandera pasa a representar al país en una suerte de combate épico que produce en el espectador espasmos de adrenalina desbordante. Momentos que se viven con intensidad similar a la de Leónidas y sus trescientos guerreros espartanos en las Termópilas o, por singular coincidencia, a la de otro Leónidas, el de Rodas, que compitió en cuatro olimpíadas (164 AC, 160 AC, 156 AC y 152 AC) y a quien por sus triunfos se recuerda como el gran atleta del mundo antiguo.

Es muy bueno que este tiempo de conexión con el deporte, el cuerpo, las ganas de superarse y la base ética de las competencias penetre en la sociedad y despierte un entusiasmo que se transforme en acciones constructivas.

Lo triste es saber que millones de personas observan desde su sofá, bebiendo alcohol, fumando y comiendo exageradamente, a unos pocos que madrugan cada día con la vocación de superarse.

En un mundo en el cual el sedentarismo y la obesidad crecen de manera exponencial, estos juegos olímpicos podrían ser el virus positivo que contagie, a aquellos que optan simplemente por observar, un nuevo entusiasmo y ganas de hacer.

Utilicemos la inspiración de los atletas que acompañamos en las imágenes. Ellos han logrado despertar una de las mayores fuerzas: la voluntad. En sí misma no tiene control. Es como la energía eléctrica, que únicamente ofrece un potencial hasta que es utilizada y guiada hacia un objetivo determinado. Este fenómeno es aplicable a todo lo que queremos lograr, y puedo asegurarles que se fortalece si la estimulamos. Además, al final del esfuerzo llega la gran satisfacción de haberlo intentado.

Empezá ya, definí tu objetivo, visualizalo con la mayor exactitud y proyectate hacia él.

Recordemos las palabras de Abraham Maslow: “el hombre tiene su futuro en su interior, dinámicamente vivo en este momento.”

Hasta la semana próxima.

 

 

 

Para aprender, ¡poné las manos en la masa!

Amasando pan

Soy un convencido de que el verdadero aprendizaje se genera cuando hacemos, cuando realizamos algo que trasciende lo meramente teórico. Esa experiencia de concretar lo ideado pone en movimiento todas las capacidades de la persona y, como consecuencia, se asimila y nunca se olvida. Hay frases alusivas a este estilo de aprendizaje: es como andar en bicicleta, una vez que aprendiste no se te olvida más. O la tan escuchada si querés aprender tenés que poner las manos en la masa, en referencia al loable trabajo del maestro panadero en la confección del apreciado alimento.

La sabiduría comienza antes de ponernos en acción: es en el momento de la toma de decisiones cuando configura en sí misma una etapa importante del hacer. Allí empieza la apasionante tarea de avanzar en un laberinto de variadas posibilidades. Comienzan los intentos, vendrán aciertos y errores, brotarán experiencias enriquecedoras y podremos sentir la adrenalina positiva que condimenta la vida de todo emprendedor.

Dicen que, para llegar a ser un buen filósofo, es mejor empezar por realizar tareas prácticas, aquellas que nos obligan a sortear obstáculos manteniendo un claro sentido de la realidad. En esta etapa nos fortalecemos y vamos adquiriendo nuevas aptitudes y talentos.

El recordado filósofo naturalista Lucio Anneo Séneca, más tarde conocido como Séneca el joven, consideraba tan valiosas las experiencias prácticas que elaboraba guías para compartir con sus contemporáneos. En una oportunidad sobrevivió a un naufragio y redactó una serie de consejos prácticos para que tuvieran en cuenta los navegantes en casos similares. Un precursor en la confección de los checklist que tanto usamos actualmente. Incluso cuando fue obligado a quitarse la vida, siguió al pie de la letra y con extrema coherencia los principios prácticos que había predicado. Esto enalteció su figura al punto que se lo sigue leyendo en la actualidad.

Más allá de que lo que nos llega sobre estos célebres personajes que pueden ser generadores de una inspiración positiva para nuestras vidas, en lo particular soy un convencido de que si queremos superarnos y ser positivos y solidarios con los demás, no debemos quedarnos únicamente en el discurso. Me decepcionan los teóricos que escriben artículos que servirán de inspiración a otros teóricos y así sucesivamente, cuando en sus vidas no han logrado concretar uno solo de sus grandes postulados, o algo tan elemental como la autosuficiencia para preparar un huevo frito. Sé que toda generalización es injusta, y ya me disculpo por ello, pero me apena la frustración que genera el discurso que no está acompañado de coherencia.

Soy un apasionado del Método que enseño porque brinda herramientas a los alumnos para que generen cambios positivos en sus vidas. Todo está imbuido de un elevado sentido práctico, ligado a la libertad y al deseo de superarse.

Si mencioné la capacidad de preparar un huevo frito, es por la especial conexión que tengo desde niño con la cocina. Me gusta cocinar con frecuencia y lo utilizo también como recurso didáctico con mis alumnos. Disfruto de elaborar artesanalmente con mis propias manos un producto que brindaré como testimonio de mi afecto. Al final de cuentas, en ese acto tan simple quebramos el paradigma de luchar entre nosotros por la comida. Seguramente esto nos humaniza, nos conecta con el hacer, fortalece el vínculo de confianza entre nosotros. Y facilita la tarea de enseñar y aprender.

Para finalizar, quiero dejar en claro que celebro la intelectualidad e intento desarrollarla, pero propongo evitar el divorcio entre intelectualidad y capacidad práctica.

Como lo expresa el escritor DeRose en uno de sus pensamientos: es por la acción efectiva que alcanzaremos lo que tantos soñaron y no consiguieron, porque únicamente soñaron pero no actuaron.

Hasta la semana próxima.

 

 

« Entradas anteriores Entradas siguientes »